lunes, 26 de marzo de 2018

La fiebre del oro


Siempre se pensó que el relato de las hormigas gigantes fue asunto de la imaginación de Heródoto pero, tal y como veremos, no fue exceso de imaginación, sino falta de palabra apropiada 
 
Una de las hormigas gigantes situadas a la entrada del parque Terra Natura.
Las hormigas han cambiado muy poco a lo largo del tiempo. Jorge Wagensberg nos lo cuenta en uno de sus libros cuando escribe que una mañana del Oligoceno, una hormiga no pudo escapar de la lluvia de resina que resbalaba por el tronco de un árbol. Al final, una gota fatal la alcanza. 

Treinta y cinco millones de años más tarde, la gota que contiene a la hormiga es una pieza de ámbar que espera en la mesa de Jorge Wagensberg para ser llevada al espacio. Su aspecto es semejante al de una hormiga actual y el 29 de octubre de 1998, el astronauta Pedro Duque despegaría de la Tierra con la vieja hormiga como fetiche. Será la primera hormiga astronauta. 

Las hormigas evolucionaron de insectos similares a las avispas y durante su transformación conservaron el mismo tamaño que hoy tienen a pesar de los cuentos de Heródoto, quien nos habla de la existencia de unas hormigas gigantes; de un tamaño poco menor que el de un perro y mayor que el de una zorra. Según nos cuenta el historiador griego, en un arenal despoblado de la India se daba tal especie de hormigas que, al hacer su morada subterránea, iban sacando la arena a la superficie, siendo la arena que sacaban de oro puro. Ante tanta riqueza, los indios se acercaban para robar y lo hacían con extrema cautela ya que las citadas hormigas no se dejaban quitar el oro de manera fácil. Por ello, los indios aprovechaban las horas en las que el sol más calienta y que las hormigas evitaban, escondiéndose en sus hormigueros. 

Siempre se pensó que el relato de las hormigas gigantes fue asunto de la imaginación de Heródoto pero tal y como veremos no fue exceso de imaginación, sino falta de palabra apropiada. El misterio no se descubrirá hasta los años ochenta del pasado siglo. Con todo, la sonoridad de la narración de Heródoto sobre las hormigas gigantes se mantendrá con todo su eco en el ideario de la Grecia clásica, tal y como demuestran las impresiones de Nearco, uno de los oficiales de Alejandro Magno, quien afirmaría que las pieles de tales hormigas eran semejantes a las del leopardo. También tenemos la versión de Megástenes, viajero y geógrafo griego que aseguraba que una tribu india de la montaña obtenía el oro gracias a la labor de unas hormigas más grandes que un zorro. 

El relato sobre las hormigas gigantes siguió perviviendo durante la Edad Media. Así lo reflejan los escritos de Isidoro de Sevilla recogidos en su obra enciclopédica titulada Etimologías. En ella nos cuenta que en Etiopía existían unas hormigas con forma de perro que con sus patas extraían pepitas de oro del fondo de la tierra. Años después, el que fuera filósofo y canciller de la República florentina, Brunetto Latini, compilaría un sumario de conocimientos en el Libro del Tesoro donde se habla de hormigas etíopes tan grandes como perros que desentierran oro. Jean de Mandeville el viajero ficticio del Libro de las Maravillas del Mundo también da cuenta de tales hormigas. En definitiva, el asunto de las hormigas gigantes correría de boca en boca a través del tiempo sin que nadie pudiera comprobar su veracidad. 

No será hasta los años ochenta del pasado siglo cuando el antropólogo Michel Peissel desvelase el enigma. Para ello viajó hasta el corazón prohibido de Oriente junto a su colaboradora Missy Allen. Pero antes, al igual que los protagonistas del relato de Kipling titulado El hombre que quiso ser rey, Peissel y Allen estudiaron montonera de mapas y de libros en los que aparecía el reino al que se disponían a acceder. Iba a ser el destino final de un viaje hacia la otra cara del mundo. 

Lo primero que hicieron fue localizar la comarca donde deberían estar las hormigas. Dieron con ellas en la llanura de Dansar, en Pakistán, un sitio abrupto y seco al que fue difícil llegar. Pero cuando se pusieron allí, interrogando a algunos lugareños acerca de la leyenda de las hormigas gigantes buscadoras de oro, se dieron cuenta de que dichas hormigas gigantes no eran otra cosa que una variedad de marmota asiática que sacaba arena de debajo de la tierra. En esa arena, que amontonaban junto a su madriguera, había oro. A falta de palabra más apropiada, Heródoto las había denominado hormigas. 

Con este descubrimiento, la leyenda de Heródoto dejó de persistir. Porque como hubiese dicho Jorge Wagensberg aplicando el mecanismo de la selección natural al relato, una leyenda solo deja de persistir cuando se extingue. 

El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento. 

Fuente: El País

 

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