Esta es una historia sobre la búsqueda del metal más codiciado por el noroeste de la Península.
Dos minas pretenden comenzar a explotarlo allí; otra lo produce a pleno rendimiento.
Tres puntos de nuestra tierra donde unos vislumbran riqueza, y otros, una amenaza al entorno.
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Fundición de un bullón de oro de la mina de El Valle-Boinás en Belmonte de Miranda (Asturias).
FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO |
La sala tiene algo de quirófano medieval. Hay una mesa de metal magullada. Una maza. Un fregadero viejo y sucio como las paredes. Una báscula sobre una caja fuerte de código y llave que solo dos personas conocen y guardan. Ambas acaban de entrar en esta estancia en cuyo centro se encuentra un horno del tamaño de una perola de campamento con una abertura a la que llaman la “boca de carga”, y que ahora mismo escupe una llamarada naranja de un par de palmos, puntiaguda como la del motor de un jet, porque ahí dentro se está cociendo el infierno. Un termómetro digital en la pared marca 1.157º C. Nos colocamos a este lado de la raya amarilla que marca el perímetro de seguridad; la materia prima del interior de los montes, mezclada con fundentes de bórax y sílice, hierve ya a 1.700º C, y Ángel López, jefe de planta del complejo minero de El Valle-Boinás y Carlés (Asturias), se acerca al horno vestido con un traje plateado de astronauta, introduce una vara por la abertura, en un gesto similar al de quien comprueba el aceite del coche, y la saca recubierta de un grumo incandescente. Lanza la estaca contra la mesa. Eso que parece una culebra de magma es el oro de España.
Aún tardaremos un par de días en verlo. Este viaje comienza a 200 kilómetros al oeste de Asturias. En Corcoesto, una parroquia del concejo Cabana de Bergantiños (A Coruña), en cuyas colinas algodonadas de helechos se ha buscado este metal desde los tiempos de los romanos y donde las minas las explotaron por última vez los británicos en 1910. Un siglo después aterrizó una empresa canadiense, Edgewater, animada por el burbujeante mercado del valor refugio, con intención de retomar la producción. En ello siguen. Entre permisos y captación de inversores. A primera hora de una mañana de mayo, el nombre de la compañía en España, Mineira de Corcoesto, se puede leer en el lomo de dos jeeps a la puerta del hotel Monte Blanco. En el sótano, los canadienses tienen parte de su cuartel general, donde se ven mapas geológicos desplegados y, en las paredes, secciones de cerros con un tesoro dorado en sus tripas.
Los buscadores de oro ya no persiguen pepitas. Ni sueñan con vetas doradas. “El oro no se ve”, dice Celso Penche, un geólogo, asesor de los canadienses, que cita a Plinio y las especies del reino vegetal en latín. Sobre el mapa, a modo de pisapapeles, hay un pedazo de roca. Un cilindro de granito segmentado a la mitad. El testigo. Las perforadoras penetran hasta lo profundo de la montaña y extraen un sondeo de roca, como un espagueti, que más tarde se corta, se pule y se analiza en un laboratorio para estimar la cantidad y ubicación de la reserva. El pedazo se parece al sobrante de una encimera. El geólogo palpa su superficie lisa: “En Corcoesto, el metal se encuentra tal y como salió de la tierra. Es de origen hidrotermal. Procede de aguas mineralizadas, del centro de la Tierra, del magma. Cuando estas aguas encuentran un hueco, se precipitan y solidifican”.
El testigo posee un reflejo azulado de cuarzo y otro plateado de arsenopirita. El oro no se ve. Pero los romanos lo distinguían a la legua siguiendo el rastro de estos minerales. Entre los montes de Corcoesto se encuentra diseminado con una ley media de 1,7 gramos por tonelada de roca, y los hombres de la compañía observan cómo sube y baja su precio a diario porque de esto depende la viabilidad del proyecto. Si siguen adelante y dinamitan (se trata de una mina a cielo abierto), o si abandonan en fase de exploración. Al cierre de este reportaje, el oro se pagaba a 1.260 dólares la onza (31,10 gramos). Pero hace un par de años rozó los 2.000 dólares. En palabras de Celso: “De todos los metales, es quizá el que más fluctúa. Y no es caro solo porque brille. Brilla porque es inalterable. No se oxida. No se asocia con nada. Es duro, pero maleable. Permite cortar láminas finísimas. Se emplea en joyería, y todos los teléfonos móviles contienen oro. Se encuentra en miles de productos, en los contactos de las clavijas de alta fidelidad, en la tecnología aeroespacial, en medicina…”.
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Testigos de los sondeos de oro en los montes de Corcoesto (A Coruña). / FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO |
Tras la introducción, nos suben a los jeeps y llegamos a un polígono industrial, y el portón de la nave se eleva y descubre hileras de palés con cajas en cuyo interior se encuentran una infinidad de testigos extraídos, analizados, ordenados y clasificados. Parece un estudio arqueológico. A la derecha hay una zona dispuesta a modo de muestrario. Amancio López, director de logística de la empresa, toma un difusor de agua y se acerca a “una vena de las mejores, un bloque de cuarzo macizo”. El día que la encontraron salieron a celebrarlo. La humedad aviva el tono de la piedra. La veta azulada del “sondeo 10E10” cobra intensidad. Pertenece al Pozo del Inglés; hasta donde ellos saben, el saco de oro más abundante de la zona. Así que subimos de nuevo a los todoterrenos y nos dirigimos a la zona cero.
De camino, percibimos que en la señal donde debería aparecer el nombre de la localidad alguien ha escrito “Contramina”. En Cabana, un nutrido grupo humano ha plantado cara al proyecto, y a cada paso que avanza la compañía, las distintas asociaciones responden con
tractoradas,
estudios sobre los efectos de la megaminería y
recogida de firmas (a finales de mayo presentaron a la Xunta 230.000 en contra); a lo que Edgewater contraataca, por ejemplo, financiando al equipo de fútbol local y plantando su logo en las camisetas. Cuando aterrizamos en el pueblo, los líderes de la
Plataforma por la Defensa de Corcoesto se encuentran en Bruselas, denunciando la situación en el Parlamento Europeo. Queda Braulio Amaro, un profesor jubilado de 62 años y ojeras cinceladas, que nos habla, entre otras cosas, de los 17 millones de toneladas de monte que se dinamitarían y de 122 millones de toneladas de escombros. Pero hay quienes se preguntan por aquí: “¿Cómo voy a decir que no a 200 puestos de trabajo?”. A principios de año, la minera anunció un proceso de selección para cubrir 173 puestos futuros, y en cuatro meses recibieron 7.000 currículos. El efecto de la expectativa lo resumía el alcalde de Cabana, Xosé Muiño (PP): “Tenemos 70 habitantes menos al año, la edad media ronda los 50, uno de cada tres es mayor de 65, hay un 30% de paro y mano de obra poco cualificada, quedan 10 explotaciones ganaderas, se abandona el campo, falta relevo generacional… La mina de oro sería como un maná”.
Tras el cartel de “Contramina”, Amancio López gira el volante y abandona el casco urbano. El pasillo de asfalto surca un túnel de robles y castaños y eucaliptos por cuyos troncos trepan enredaderas. Vamos monte arriba y los helechos penden sobre la vía; el sol asoma un instante entre las nubes cenicientas y golpea en las hojas. En una zona umbría cruzamos el río Anllóns, que desemboca en el Atlántico más abajo. Y cuando la arboleda se despeja, aparece Corcoesto, un conjunto de casas de piedra diseminadas entre prados donde las berzas crecen robustas. De camino, López ha ido resumiendo su vida de buscador de oro, que en el fondo cuenta la historia de la minería reciente en España. Tiene 62 años. Lleva 27 en el negocio. Ha hecho de todo y hoy es la persona que toca a la puerta de los dueños de los terrenos que la compañía quiere explotar. Algunos vecinos le conocen como “el visitador” porque de pronto estás trabajando el campo y aparece Amancio con sus palabras. Así lo recordaba Asunción Amado, de 62 años, cuya vivienda, junto a la que pastan 38 vacas frisonas, queda a los pies de la loma más interesante; habla un gallego cerrado del que se entiende: “Un día apareció Amancio y me dijo: ‘Me dejas entrar en el prado del Molino y te doy 5.000 euros’. Al poco volvió con la carpeta bajo el brazo y me habló del monte de Cudeiro. Dijo: ‘Haríamos siete sondeos; a 400 euros cada uno, mira qué lote ibas a hacer’. Se marchó sin nada. Pero iba contento. A los tres días, estaba yo en el silo y apareció de nuevo. Dijo que doblaba la oferta. Y yo, que no. Y esta vez ya marchó furioso”.
Amancio comenzó su carrera en Salave (Asturias) en 1981 y pasó seis años sondeando este lugar al borde de la frontera con Lugo, donde siguen en fase de exploración. Y también trabajó unos años en la de El Valle-Boinás, en Belmonte de Miranda (Asturias). Ha conocido los tres puntos calientes del oro en España. “Pero desde que empecé en esto,
solo abrió una [la de El Valle]”. En esta última ya coincidió con el asesor Celso Penche. La mayoría de buscadores de oro se conocen. Han trabajado codo con codo, muchos en las filas de Río Narcea Gold Mines, empresa de origen español que cotizaba en Toronto y puso en marcha la mina de Belmonte en 1997
(la cerró en 2006) y exploró un tiempo en Salave y Corcoesto, antes de ser adquirida por una empresa sueca (Lundin Mining) que a su vez vendió los derechos de Salave a un fondo canadiense (Dagilev Capital); y traspasó Belmonte y Corcoesto a Kinbauri, también canadiense, que finalmente reanudó la producción de Asturias en 2011, y revendió los derechos de exploración de Corcoesto a otra compañía con sede en Vancouver (Edgewater).
El negocio del oro recuerda al juego de las sillas. Los derechos cambian de manos, los sondeos no se detienen y uno nunca sabe cuándo va a llegar el momento de sentarse y meterse en faena. Quizá nunca.
La última palabra la tiene la consejería autonómica correspondiente; el Estado es dueño del subsuelo. Y resulta relativamente sencillo que te concedan un permiso de exploración. Obtener el permiso definitivo de explotación ya es más complicado. Y esto se traduce en que “todo el occidente de Asturias está lleno de sondeos”, en palabras de Amancio. Lo mismo ocurre en Corcoesto. Sus colinas recuerdan a un queso gruyère. Las compañías que han pasado por aquí (siete desde 1972) han ido sumando sondeos de un grosor de 63 milímetros y horadando hasta distintas profundidades para trazar un mapa de las vetas más jugosas. Mineira de Corcoesto guarda el registro de 596 sondeos y calcula que se han perforado 88.394 metros de monte. Casi 90 kilómetros de testigos. Colocados uno detrás de otro, cubren el trayecto de Madrid a Segovia. Según sus cálculos, bajo nuestros pies hay 1.150.000 onzas de oro. Pero ahora, frente a una imponente vista de montañas que se vuelven azuladas hacia el horizonte, donde vemos afloramientos de roca con vetillas paralelas de cuarzo –la pista que seguían los romanos–, la conversación gira en torno
al cianuro, elemento que la minera usaría en el proceso de lixiviación (se utiliza en la mayoría de explotaciones auríferas). Según el geólogo Celso Penche: “Es un veneno compuesto. Es decir: es fácil eliminarlo. Con tratarlo, desaparece y se evapora. Se trabaja con él en un circuito cerrado. Hay una balsa a la que mandamos el agua que ha pasado por el proceso, pero antes ya lo hemos eliminado. No es tóxica, pero es industrial. No me la bebería. Pero no representa un peligro”. Una vez concluida la explotación, esa balsa de plástico se “termosella”, en palabras de Penche, y se recubre con un “geotextil”, se tapa con tierra vegetal y se queda encapsulada en el paisaje. Como un sobre. Para siempre.
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La balsa de lodos de la mina de El Valle-Boinás. / FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO |
Cuando dejamos atrás Corcoesto, diluvia y nos dirigimos a Salave, en el concejo de Tapia de Casariego, localidad que suele llenarse de veraneantes; nuestra primera parada en Asturias. Allí también llevan décadas esperando a que el precio del oro y las Administraciones se alineen con los astros. Tras el paso de ocho empresas desde los setenta, la compañía actual se llama Astur Gold; tiene sede en España y capital canadiense (Dagilev), y un recorrido histórico de 432 sondeos que suman 64 kilómetros de agujeros bajo un terreno llano plagado de caserones y vacas y campos cultivados. Según sus cálculos, la ley media del oro en el subsuelo duplica la de Corcoesto (4 gramos por tonelada) y
presumen de ser “el yacimiento con más recursos de Europa”. La visita en este lugar es similar a la anterior. José Valdés, el ingeniero que dirige el proyecto (fue becario en Belmonte con Río Narcea), toma un testigo y también señala un reflejo. “Son los sulfuros. Este yacimiento tiene una peculiaridad. Aquí el oro está asociado al arsénico. Esto fue lo que los romanos no vieron. Se llevaron el oro libre y el oxidado. Pero este no fueron capaces de sacarlo. Hasta hace 10 años, un yacimiento así no era económicamente viable”. La tecnología avanza y el factor precio ayuda. Y aquí también resiste una oposición ciudadana desde hace una década. En las ventanas y los muros se ven carteles y pintadas de “Oro no”. Y la presión ha tenido sus consecuencias, en palabras del jefe de comunicación de Astur Gold: “Las empresas anteriores valoraron una mina a cielo abierto. Así heredamos el proyecto. Lo estudiamos y presentamos otro escenario para evitar una afección social y medioambiental: una explotación subterránea”. La propuesta obtuvo una evaluación de impacto ambiental favorable en diciembre (salvo para la planta de tratamiento y el depósito de lodos y estériles); y aseguran que el proceso con cianuro lo harían “fuera de España”. Pero la oposición continúa. Carmen Fernández, portavoz de
la plataforma Oro No, dice que las protestas tienen hoy mayor sentido: “El proceso extractivo sigue in situ y habría reacciones químicas y los metales pesados pasarían al aire y al agua. Una de las explotaciones ganaderas más importantes de la zona se encuentra a 300 metros de la bocamina, por no hablar del ruido y el deterioro del paisaje. ¿Es esta la salida a la crisis, esquilmar recursos y destruir la economía local?”.
La visita prosigue a bordo de un todoterreno. Paramos en la nave donde guardan los sondeos, un viejo edificio blanco donde se almacenaba el forraje por el que pasaron nueve inversores en el último mes. O eso dicen. Allí destaca una foto colgada en la pared: muestra la plaza del Ayuntamiento de Tapia con una
manifestación a favor de la mina. Alguien se ha dedicado a contar a las personas. Suman 720. Continuamos la ruta por el llano, en paralelo a la costa, hacia las lagunas de Silva; encontramos afloramientos y más allá una protuberancia frondosa rompe el paisaje, crecida sobre los huecos artificiales (“las cortas”) de época romana. Hoy son ciénagas cubiertas de eucaliptos donde se oye croar a las “ranucas”. Debajo, a unos 40 metros, comienza el saco de oro. La entrada a la mina quedaría de espaldas al pueblo, al otro lado de la autopista; un túnel de 25 metros de diámetro, “como el de Guadarrama”, dice el ingeniero Valdés. Y se atacaría la roca mediante un sistema de galerías que desciende en espirales unos 300 metros más. Nos lo habían mostrado en una recreación en 3D. Parecía el escenario de un videojuego. En el sitio, poco más hay que ver. Un cartel solitario de “Oro sí” a la entrada del pueblo. De vuelta en la sede de la empresa, encontramos a tres hombres que han venido desde la cuenca minera a entregar su currículo. Es la tercera vez que se dejan caer. “Le ponemos mucho empeño”, dice Tomás Rodríguez, de 29 años, de la parroquia de Beyo (Aller). La secretaria sonríe y comenta que hasta el 12 de marzo habían recibido 9.214 solicitudes.
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Trabajos de perforación para preparar una voladura en la mina de Carlés. / FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO |
Seguimos la ruta por Asturias. Desde Tapia hasta Boinás, en Belmonte, donde se encuentra la planta de tratamiento de
la única explotación de oro abierta en España, hay 100 kilómetros y un último tramo de carreteras serpenteantes bordeando acantilados. Francisco Fimbres, un mexicano de 54 años, corpulento y con bigote, el director general de Kinbauri, las baja a toda velocidad y, mientras el todoterreno culea en cada curva, dice: “El único dinero que se inyecta en una economía viene de la industria extractiva; el resto es la misma moneda dando vueltas”. En el valle, cruzamos sobre el río Narcea y dejamos atrás casonas abandonadas. La bocamina a las galerías de Carlés se encuentra a un paso. Santa Bárbara custodia el acceso. El jeep desciende por una pendiente de 14% y sigue una estructura de caracol, similar a la de un aparcamiento (como la que plantean en Salave). Se detiene en la cota -20, donde una perforadora agujerea los muros y la pared chorrea agua turbia. Huele a desinfectante. Es el olor de la piedra. Al otro lado de la galería, un vehículo Simba hunde su colmillo en el suelo, preparando cavidades para introducir dinamita. Los pedazos los recogen 20 metros abajo. Descendemos hasta la cota -160, donde el calor sube y hay charcos sulfurosos, y Fimbres ilumina una pared que refulge como un nido de luciérnagas. Apenas se ven mineros. Quizá haya 15 o 20 personas ahí dentro. A la salida, el jefe de relevo resume: “Cambia mucho a una de carbón. Esto es más de máquinas”.
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Aspecto del monte explotado de la Mina de El Valle-Boinás / FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO |
Antes de ser una mina de interior se voló un monte entero. En Boinás se puede ver el cono truncado de tonos ocres en cuyo vértice hay una piscina de agua turquesa. Es la balsa de lodos, en el cogollo de la corta. Kinbauri, que heredó el proyecto de Río Narcea, decidió aprovechar el hueco para ubicarla. Ahí debajo hubo un pueblo, y ahora el agua industrial vierte aquí y vuelve a la planta. Un circuito cerrado. El cianuro, cuenta Fimbres, se destruye antes de llegar al estanque. Al lado pastan caballos por una colina de árboles escuálidos, la vieja escombrera que hubieron de repoblar cuando adquirieron el complejo minero. La colina es del tamaño de la tierra que le falta al monte desaparecido. Pero restándole los 2,8 gramos por tonelada de oro. De todo esto tiene una vista privilegiada Manuel, cuya vivienda y hórreo se encuentran en la colina de enfrente; es el “último” de su generación en Villar de Tejón. “No protestó la gente aquí, en aquel momento se permitió y de poco valen las protestas ahora”. Tocado bajo una gorra en la que se lee “Boavista”, él habla de otro tipo de leyes ajenas a la minería: “Uno le guarda cariño a las vacas, las tiene uno ley”.
En la planta de tratamiento de Boinás entran 2.100 toneladas de roca al día por una cinta transportadora y lo primero que se encuentran son los dientes de la machacadora, que emite el ruido de un buque de mercancías. Al otro lado salen unas 160 onzas de oro cada 24 horas. Solo se descansa el día de Santa Bárbara (4 de diciembre). Y recorremos el laberinto herrumbroso de molinos y espirales por las que chorrean pedacitos de monte. Mesas que se agitan para depositar el mineral. Piscinas donde flotan burbujas de lodo cobrizo cargado de oro (el 70% de la producción se obtiene por flotación); y otra donde se encuentra el cianuro de sodio (empleado en la lixiviación).
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Ángel López, del complejo minero de Belmonte, con el bullón fundido. /FERNANDO SÁNCHEZ ALONSO |
La sala de fusión se encuentra en un extremo de la nave. Al entrar, suben los grados, y Fimbres se lava las manos en la pila (ha estado metiéndolas en todas partes para mostrar las texturas) y deja correr el agua. Ángel López, el jefe de planta, se encuentra vestido de astronauta y ha dejado caer la culebra de magma sobre la mesa. Se acerca al horno y lo inclina, y de la boquilla cae un chorrillo anaranjado y flameante sobre unas lingoteras colocadas en escalones. El líquido parece tener la ligazón del chocolate caliente. La estancia huele a cera quemada. Y tres moldes se llenan mientras sigue corriendo el agua sobre la pila. López toma unas tenazas y agarra uno de ellos. Lo vuelca sobre la mesa. Y allí queda al desnudo un bullón incandescente. Lo empuja hasta la pila de agua, que chilla y escupe una columna de vapor. Lo saca y lo deposita de nuevo en la mesa, y con un taladro enorme bruñe las imperfecciones. El bullón es de un plateado mate y manchado. Rugoso. Del tamaño de un adoquín. Frío e irregular al contacto con la mano. Si lo encuentras por la calle, quizá ni lo cogerías. La báscula marca 13.673 gramos. El 50% es oro. El resto, plata e impurezas. Ahí van unos 300.000 euros del metal más codiciado. Fimbres y López toman cada uno una foto del doré con sus BlackBerry. Abren la caja fuerte y lo depositan. “Para esto trabajan 516 personas”, dice el mexicano. Y de allí lo envían a refinar a Suiza. Pero esa ya es otra historia.
Artículo escrito por: Guillermo Abril